La realidad imita a Hollywood. Cuando los insurgentes libios parecían acorralados por Sitting Bull, llega el Séptimo de Caballería para intentar impedir que mueran con las botas puestas o simplemente descalzos. Los insurgentes y los otros libios a los que ha cogido en medio del saloon el fuego cruzado entre el gunmen Gadafi y los cowboys del desierto.
El Consejo de Seguridad de la ONU –el mismo que suele hacerse el longuis cuando Israel masacra a la franja de Gaza– acordó impedir que el coronel libio haga otro tanto con su propio pueblo. Algo es algo. Justicia selectiva, pero justicia a fin de cuentas.
Tras largos debates y cuando todo parecía perdido para los rebeldes –una amalgama de gente cabreada con Gadafi, entre quienes figuraban demócratas de diverso cuño, gente corriente cansada de las excentricidades y abusos de su líder, monárquicos nostálgicos de un antiguo rey, islamistas a un cuarto de hora de la yihad, primos de Al Qaeda y cuñados de los intereses occidentales en la región–, Naciones Unidas acordó una resolución que autorizaba el uso de la fuerza militar justo cuando las fuerzas leales y los mercenarios contratados por el coronel que llegó al poder después de un golpe de Estado en 1969, estuviera a las puertas de Bengasi.
El insólito órdago de Naciones Unidas, plusmarquista en lavarse la mano como Pilatos, no arredró a Muamar, que por toda respuesta se dedicó a intentar conquistar Bengasi antes de que medio mundo le conquistase a él. La resolución de los quince miembros del Consejo de Seguridad incluye la célebre zona de excusión aérea que, por sí misma, hubiera sido una buena medida cautelar hace una semana, antes de que la aviación machacara al pueblo libio como ha venido ocurriendo sin que nadie moviera una ceja, mientras Silvio Berlusconi miraba la balanza de pagos de Italia con dicho país y mientras Nicolás Sarkozy tragaba saliva ante la acusación explícita de que Trípoli hubiera pagado su campaña electoral: más leña al fuego para la victoria de Jean Marie Le Pen en las próximas elecciones francesas previstas para otoño.
A la zona de exclusión, ha seguido un ataque multilateral aliado en el que España se ha brindado a participar y un dispositivo de OTAN, que aunque mantiene dudas sobre la zona de exclusión aérea por las presiones de Turquía fundamentalmente, apuesta abiertamente por el embargo naval contra Trípoli. Se trata, a grandes rasgos, de intentar poner contra las cuerdas a Gadafi antes de que Gadafi ahorque con esas mismas cuerdas a su propia gente. En la capital rebelde, los gritos de algarabía parecían desmentir la hipótesis de que se tratase de una injerencia no deseada por parte de la población insurgente.
¿Lo es? Nadie en su sano juicio podrá creer que eso que llamamos la comunidad internacional se alza en armas por la exclusiva defensa de los valores democráticos. Claro que existen otros intereses y no hay más que ver los gráficos sobre el potencial armamentístico en la región para descubrir que el verdadero sheriff del Mediterráneo sigue siendo Estados Unidos a pesar de que Milwakee no limite con el mar de Alborán.
Sin embargo, aquellos que nos opusimos a la guerra de bloques, y no nos gustaba ni la Alianza Atlántica ni el Pacto de Varsovia, sigue sin gustarnos el nuevo orden mundial basado en la exclusiva supremacía de uno de aquellos bandos, a pesar de que los bárbaros de Bin Laden acechen en el Ponto Euxino del Imperio. Dicho esto, ¿qué alternativas tenemos frente a la OTAN y sus socios, una organización de la que formamos parte desde hace ahora treinta años, aunque el referéndum correspondiente tuviera lugar un lustro después? Durante la guerra de los Balcanes, que en muchos de sus escenarios no fue una guerra sino una matanza, la acción militar de la OTAN puso punto final a una espiral de barbarie a las puertas europeas. Claro que ni Europa ni Estados Unidos eran angelitos caídos del cielo y no actuaban guiados en exclusiva por su compasión hacia las mujeres violadas y los niños torturados por un puñado de salvajes. Pero, ¿hubiéramos debido permitir acaso que, salvadas sean todas las distancias, el Tercer Reich se hiciera con el norte de Africa, sin que los aliados movieran un dedo por la simple razón de que estos tenían sobrados intereses colonialistas en esa misma región?
Dicho esto, Libia no deja de ser un negocio lucrativo que muchas manos se disputan: 1.600.000 barriles de petróleo diarios, un PIB que se aproxima a 76.557 mil millones de dólares, con incremento anual de 6,7%. Más exportaciones anuales por valor de 63.050 millones de dólares, que sumados a 11.500 millones en importaciones, suponen una balanza de pagos más que saneadas, con reservas anuales de 200.000 millones de dólares, con una ridícula deuda externa de 5.521 millones. A pesar de todo ello, también es justo decir que frente a un estrechísimo margen de analfabetismo apenas superior al 5 por ciento y con indicadores de salud relativamente aceptables, aún se registra un 30 por ciento de pobreza, lo que da cuenta de un mal reparto de la riqueza. Como en medio mundo, dicho sea de paso.
La OTAN, desde luego, no es la solución. Antes bien, forma parte del problema, aunque esté bien que ahora venga a meterle las cabras en el corral a ese loco peligroso de Gadafi. Pero, ¿por qué no hace lo mismo con los psicópatas de Jerusalén? ¿Por qué tampoco Naciones Unidas actúa de la misma forma? La respuesta es sencilla: resulta a veces imposible hacer encaje de bolillos con su consejo de seguridad.
Hay una diferencia, la OTAN es prescindible e incluso nuestros militaristas entienden que Europa debería tener su propio aparato defensivo, aquella Unión Europea Occidental (UEO), que se apurgara en el baúl de los recuerdos. Policía bueno, policía malo, policía al fin de de cuentas.
Sin embargo, la ONU es nuestro último clavo ardiendo. Sin dicha organización, el caso estaría servido y el mundo sería la ley de la selva sin ningún tipo de mínimas cortapisas. Todos sabemos que en dicho contexto, siempre gana el más fuerte. La auténtica batalla –y la más difícil– estriba en democratizar la ONU e intentar presionar para que su Consejo de Seguridad no constituya un cepo para la voluntad libertaria de los seres humanos que, de vez en cuando y sin que sirva de precedente, no se muestran dispuestos a seguir aguantando que les pisen el cuello. Ni los sioux ni el gran padre blanco.
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