La distancia entre Yamusukro, capital de Costa de Marfil, y Bilbao supera los cuatro mil kilómetros. Hay quien los recorre con muletas, sin papeles ni padrinos ni dinero, por pura supervivencia, huyendo de la violencia o la miseria. Quien lo hace, no tarda en descubrir que al único marfileño al que se le quiere mucho en Europa es a Drogba. Lo siguiente para él será comprobar que, en lugar de una oportunidad, lo que hay por aquí a su nombre es un hueco bajo un puente. Eso si tiene suerte. Tal y como están las cosas, no es descartable que debajo del puente ni siquiera quede un sitio libre y haya allí agolpado un tembloroso congreso internacional del infortunio.
Dice la presidenta de Médicos del Mundo que el paracetamol que les dan a los inmigrantes sin recursos es el del cariño. La frase espeluzna de puro sentimental y sugiere que igual habría que ir buscando el modo de pasar del paracetamol a la morfina. O a algo más fuerte. Mientras tanto, la crisis se revela como un fenómeno meticuloso y consigue empeorar incluso lo que ya estaba fatal. Explican en Médicos del Mundo que ahora a los inmigrantes lo que les cuesta no es hacerse un hueco en una esquina fea de la sociedad, sino dejar sencillamente de dormir en la calle. Los hay que, una vez comprobado el mal aspecto del paraíso, preferirían regresar al infierno manejable del que huyeron. Para ellos, incluso volver es una quimera.
Cualquiera que haya leído a Dickens o a Víctor Hugo sabe que el deber de ofrecerle un techo, un plato caliente y algo de charla a un hombre desamparado es inexcusable. La gente de Médicos del Mundo reconoce que el Ayuntamiento de Bilbao se esfuerza por hacerlo, aunque no consiga dar abasto. En parte, eso ocurre porque a su alrededor hay localidades de más de veinte mil habitantes que incumplen su obligación de habilitar centros de acogida y atender mínimamente a quien no tiene adónde ir. Los alcaldes de esos lugares deben de estar muy ocupados poniéndose gomina y decorando rotondas. Cuando llega un pobre, le dicen que a Bilbao.