La autoridad de Robert Mugabe obra milagros. El último censo electoral de Zimbabue revela la existencia de una numerosa población que no había sido registrada previamente y demuestra la sorprendente longevidad de los nativos. Según el Institute of Race Relations, entidad sudafricana autora del análisis, las recientes estadísticas descubren nada menos que a 366.500 nuevos ciudadanos no recogidos en las publicadas hace tres años, señalan que 624.794 superan los setenta años, 132.540 han llegado a los noventa y nada menos que 41.119 incluso son centenarios. Estas cifras no resultan creíbles en un país de unos doce millones de habitantes cuya esperanza de vida se mantiene por debajo de los cincuenta años y que sufre una constante sangría migratoria. La explicación más plausible es que su presidente, que reclama la celebración inminente de nuevas elecciones, prepara un nuevo fraude acudiendo al voto de individuos fallecidos o generando falsas identidades.
Frente a la represión brutal de Bashar el-Asad o el mesianismo de Muamar Gadafi, la máxima autoridad del país austral demuestra que hay estilos dictatoriales más sutiles que van contracorriente. Su intención de convocar los comicios -práctica inusual en los regímenes represivos- obedece al deseo de anticiparse a las reformas constitucionales propugnadas por Morgan Tsvangirai, primer ministro y jefe de la oposición, que añaden limitaciones del mandato ejecutivo. La nueva Ley Magna podría privarle definitivamente del poder que ha ejercido ininterrumpidamente desde la independencia del Estado en 1980.
El Gobierno de unidad nacional, fruto de la presión internacional, ha impedido el caos, pero no ha resuelto los problemas de un Estado que se presumía como uno de los más prósperos del continente tras su independencia y que hoy se encuentra sumido en la miseria. A pesar de las presiones, Mugabe pretende zafarse del corsé de la cohabitación impuesta en 2008 y recuperar toda su autoridad antes de que los vientos democráticos que barren el norte de África traspasen el Sáhara.
Hasta ahora, los intentos de contagio al sur del Magreb han fracasado, aunque la clase política local es consciente del riesgo. El pasado marzo, 45 personas fueron acusadas de traición por participar en una reunión organizada por la Internacional Socialista en la que se mostraban vídeos de las revueltas en Túnez y Egipto y se debatían sus procesos. En las mismas fechas, un llamamiento a manifestarse realizado en Facebook no obtuvo respaldo porque la disidencia sospechó que se trataba de una estratagema de la policía secreta para identificar y apresar a los enemigos del régimen.
Esperanza desvanecida
La esperanza de transformación parece haberse desvanecido tras las elecciones de hace tres años, cuando el intento de fraude fue atajado por la respuesta de EE UU, la UE y, sobre todo, Sudáfrica, potencia regional y principal sostén de un Estado que ha permanecido durante décadas al borde del colapso. Sin embargo, tal y como revelaron los informes de Wikileaks, la permanencia de Mugabe y su aparato represivo legal y paramilitar no permiten el optimismo. Los arrestos y detenciones arbitrarias, incluso las desapariciones forzosas, son una práctica común.
El dosier de la Casa Blanca tampoco destaca el papel de una oposición sin experiencia ejecutiva y manifiestamente incompetente. Aunque los dos últimos años han revertido el deterioro de la economía gracias al aumento de los precios de los minerales exportados y la mejora de la producción agraria, el futuro de Zimbabue aparece lastrado por la fuga de profesionales de todo tipo, incapaces de sobrevivir en un país sometido a la hiperinflación y el deterioro imparable de la Administración. Tras la marcha de la minoría blanca, los ingenieros, médicos y profesores tomaron el mismo rumbo. Hoy se calcula que una cuarta parte de la población total ha abandonado el país, principalmente a las vecinas Sudáfrica y Botswana. Quizás Mugabe cuente con su voto, tal vez sin disponer ni de su voluntad ni tan siquiera de su presencia física.
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