Un contenedor para 21 presos en Sudán del Sur

Los reclusos salen del contenedor que es su cárcel una hora por la mañana y otra antes que oscurezca. Aprovechan para ir a buscar agua, siempre bajo la mirilla atenta de los centinelas, para desahogarse y para respirar un aire que ya es bochornoso fuera pero que dentro del cubículo de metal se carga de humanidad.

De los 21 hombres que comparten esta celda de hojalata superpoblada en la localidad de Ayod, en el estado sursudanés de Jonglei, sólo tres son convictos. El resto, esperan ser juzgados. Cuando les llegue el turno, poco preciso, se sentarán en el suelo, bajo el árbol de los ancianos del pueblo para que los jefes les escuchen, deliberen, decidan su inocencia o culpabilidad y conocerán cuál es su pena. Mientras tanto, con espacio sólo para estar de pie, se turnan para reposar.

Por adulterio suelen imponer unos tres meses y una decena de cabezas de ganado de multa; por el robo de las preciadas vacas, que aquí son para los hombres símbolo de honor, riqueza y la llave para el matrimonio, el castigo es más severo, sube al medio año en el contenedor-cárcel y una multa variable, siempre a pagar en vacas; mientras que para el asesinato la máxima pena es de cinco años y 50 vacas.

Pero hay otras variantes. Una de las tres mujeres recluidas en Ayod –que no comparten caja con el sector masculino sino que son vigiladas en un tukul, la cabaña típica de su tierra– paga por la pena de su hijo. Fue él el que cometió robo, pero logró escaparse así que la tomaron a ella como prenda.

“Los casos más serios de asesinato los transferimos a la ciudad de Bor, donde sí opera el sistema judicial ordinario pero lo que más nos urge actualmente es un edificio de cemento para poder trasladar allí a los presos”, explica el secretario de cárceles de Ayod, James Manytap Kuet, impaciente para asumir la soberanía y confiando en que las nuevas autoridades sureñas serán más sensibles a sus necesidades rurales.

Aunque los guardas y los oficiales de prisiones, con uniforme impecable y visiblemente nuevo, dependen del servicio penitenciario y del Ministerio del Interior, los casos se juzgan en las cortes tradicionales, que cada día a las cinco de la tarde reúne al consejo de ancianos y sabios del pueblo, ya que aquí no hay ni jueces ni abogados.

A partir de mañana, cuando los sursudaneses declararán su independencia del norte tras años de guerra civil, el servicio penitenciario, como todo el resto de competencias, pasarán a manos del nuevo Gobierno de la República de Sudán del Sur. Un territorio de tamaño similar al de Francia donde el límite entre las normas tradicionales, las heredadas de Jartum, la capital del norte, y las que han de venir de las nuevas instituciones es tan confusa como las mismas fronteras de la nueva nación.

“Es fundamental que se cree el marco adecuado para ordenar y crear un nuevo sistema político y por eso es crucial que se finalice la nueva Constitución, un documento en el que todos los diversos grupos étnicos deben sentirse identificados”, razona preocupado el director en funciones del Centro para la Paz y el Desarrollo de la Universidad de Juba, el doctor Leben Moro.

Aunque en la nueva capital, en Juba, el Parlamento ha aprobado varios proyectos de ley en los últimos meses, especialmente en los últimos días, no consiguió hasta ayer pulir las diferencias internas para sacar adelante la Constitución, que el presidente de Sudán del Sur, Salva Kiir, firmará mañana durante la histórica proclamación de independencia. Una de las principales trabas que la ha estado bloqueando son las críticas que consideran que se atribuyen demasiado poderes al presidente.

La cárcel psiquiátrico
A diferencia de la choza en Ayod, la cárcel de mujeres de Juba tiene paredes de cemento. Y en la capital hay jueces. Pero a Marie, que no es criminal sino “lunática”, según está escrito a tiza en la pizarra, la mantienen encadenada a un árbol del patio del penitenciario, que está en construcción como tantos otros edificios en Juba, como tantos otros conceptos en el país, bajo un sol abrasador. Marie delira hasta que el médico la sume a calmantes cuando pasa de visita, una vez a la semana.

De las 70 reclusas, una docena son enfermas mentales, reconocidas por el doctor, pero “como son peligrosas y no hay centro psiquiátrico nos vemos obligados a mantenerlas aquí bajo control”, explica la oficial carcelera, la teniente coronel Beatrice Safari.

El paquete simbólico de bandera, himno nacional y escudo pasó por el Parlamento al último minuto, también la creación del Banco Central y su función de inaugurar una nueva moneda, pero las reglas del juego del país más joven del mundo están aún por determinar.

Los derechos y deberes de sus ciudadanos penden de ello. Y también, la dirección y el crecimiento sin tambaleos de la República de Sudán del Sur, un país donde los inversores que hicieron tratos en el vacío legal tiemblan hoy por su futuro y los recién llegados tratan de averiguar a qué ley se tienen que atañer.

 

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