África, condición global

 Sostiene Nancy Fraser que la justicia es la virtud fundamental de toda sociedad, aquella que debe garantizar las condiciones para el correcto desarrollo de todas las demás. Según la autora de Escalas de justicia, una sociedad es justa cuando no hay explotación y existe un buen equilibrio entre razón, coraje y moderación. La justicia también implica reconocer a todos los ciudadanos como miembros de un único universo moral, otorgarles un idéntico trato de igualdad y ofrecerles los mismos canales de expresión en la esfera pública. Si es cierta, pues, esta superioridad de la justicia en el panteón de las virtudes públicas, la pregunta ante toda acción política o social debería ser, en primer lugar, “¿es justa?”.

 

Recolocar la justicia en el centro del debate público es útil para analizar los efectos de una política económica que tiene en la austeridad su único principio político, porque una sociedad puede ser eficiente pero terriblemente injusta. La centralidad de la justicia para el orden social también debe servir para denunciar un sistema judicial que en las últimas semanas, sino meses, ha dado claras muestras de arbitrariedad en el juicio de la corrupción y los abusos de poder, intensificando el descrédito de las instituciones y hundiendo aún más a los ciudadanos, principales pagadores de la crisis, en la impotencia y la desolación.

 

En el interesante ensayo Theory from the South, or How Euro-America is evolving toward Africa, Jean y John Comaroff defienden la tesis de que Europa y Estados Unidos se están africanizando. Lejos de constituir un rasgo coyuntural relacionado con el actual contexto económico, el aumento de la pobreza, la proliferación de la corrupción política y la creciente imprevisibilidad de las estructuras sociales y económicas en Europa serían síntomas de una tendencia más de fondo hacia una cierta africanización del mundo, que tendría sus raíces en la colonización y, más recientemente, en la liberalización de los mercados y la globalización.

Históricamente, Europa ha mirado a África con desdén y bajo el prisma unívoco de la violencia, el racismo, la pobreza o las economías informales, ignorando las formas alternativas de modernidad que en África asumían el legado europeo y lo reinterpretaban junto a muchas otras influencias, dando lugar a sus propias cosmovisiones y a una rica producción literaria, científica y cultural. A pesar de la constante interrelación con Europa, la negación de África como actor propio en el mundo, es la que no ha permitido ver que, en muchos aspectos, el continente africano está anticipando las formas políticas y económicas que marcarán el futuro de Occidente. Existen muchos ejemplos: desde la creciente diversidad de las sociedades europeas que nos aproxima a la larga trayectoria multicultural de las poscolonias, hasta unas periferias urbanas que, sumidas en la segregación social o el simple abandono fruto de la especulación, empiezan a mostrar preocupantes similitudes con grandes urbes africanas. El aumento de la xenofobia es una muestra más del creciente “deseo de apartheid” en el mundo, como lo denomina Achille Mbembe.

 

Pero si en algo África está siendo verdaderamente premonitoria es en los efectos políticos, sociales y morales del capitalismo contemporáneo. El continente africano es el campo de pruebas privilegiado de nuevas formas de la economía global, guiadas por la desregularización y la flexibilidad ilimitada, fruto de una historia en la que el mercado nunca ha coexistido con un sistema democrático fuerte. Mientras en el resto del mundo la entrada de capital global disminuía en el 20% en 2008, en África aumentaba en el 16%, encontrando vía libre para realizar sus operaciones sin ningún tipo de control. La rampante corrupción en todas las esferas de gobierno y sistemas legales poco fiables han dejado un vacío que ha permitido experimentar con todo tipo de formas de explotación. El resultado es la exclusión de una gran parte de la población del mercado de trabajo que hace que, para muchos, el problema ya no sea el ser explotado, sino el no tener ni siquiera la posibilidad de serlo. La incertidumbre de jóvenes y clases medias, la inseguridad y la forzada movilidad de muchos ciudadanos ya no son patrimonio exclusivamente africano y confirman el abandono de la preocupación por la justicia. La música empieza a resultar extraordinariamente familiar.

 

Vía | El País

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